Stranger Things: virtuoso ejercicio vacío


La imagen que encabeza este texto está, evidentemente, manipulada. Está tomada de un fotograma en toda la alta definición posible que he editado a base de filtros y trucos de color para hacer parecer que está sacada de un antigua televisión de tubo que reproduce por milésima vez una cinta VHS. Es un intento de recrear un recuerdo que en los tiempos de las pantallas curvas y los 4K ya no existe. Una farsa que, aunque conseguida, está vacía de valor propio más allá de la técnica utilizada para recrearla. Una serie de televisión no es un imagen, claro. Es un conjunto audiovisual con una narrativa propia y, por lo tanto, su análisis tiene que ser más profundo. Pero al terminar el octavo episodio de Stranger Things, lo nuevo de Matt y Ross Duffer para Netflix, sólo podía pensar que lo que acababa de ver era una replica, casi perfecta en ocasiones, de diversos estilos  pero que se alejaba de esa perfección a la hora de utilizar esos mecanismos para ensamblar una historia competente.

Los eventos de la serie nos trasladan a un pequeño pueblo en 1983 en el que la desaparición de un joven desencadena una serie de eventos misteriosos y fantásticos. Si este punto de partida os parece conocido es porque no sólo lo es, si no que en este caso concreto se ha buscado que lo sea. Todo en Stranger Things es familiar para cualquiera que haya consumido cierto cine ochentero juvenil o de terror. El grupo de chavales inadaptados que viven la aventura de su vida en bici, las tranquilas comunidades en las que nunca pasa nada que esconden un secreto o el elemento sobrenatural exterior que lo cambia todo. Amblin, Stephen King o Carpenter son los referentes confesos de sus creadores y su asimilación y reproducción están aquí llevados con mimo de artesano. A ritmo de sintetizador los hermanos Duffer crean casi sin querer una enciclopedia de los tropos de los estilos que homenajean. El gran triunfo de la serie es el estético, puesto que es capaz de cohesionar ese montón de referencias y estilos a veces tan diferentes entre sí. Y no es que consiga intercambiar sus tonos de manera competente, es que es capaz de fundirlos para conseguir uno nuevo, algo que es importante, porque en un producto que juega a las nostalgias y la recreación es un éxito llegar a dar un paso más y ofrecer algo original. 

Este maremágnum de influencias pasadas no es nuevo y siempre ha funcionado mucho mejor en pequeñas dosis y a modo de parodia. La australiana Danger 5, Kung Fury o Turbo Kid son posiblemente tres buenos ejemplos de ello, aunque por ambición Super 8 es el espejo en el que Stranger Things más se mira. Como ella, mezcla géneros que a cierta vista no parecen estar hechos para fusionarse y, lamentablemente también como la película de J.J. Abrams, empieza a fallar a la hora de utilizar todo eso para construir un conjunto que brille más allá de su condición de ejercicio nostálgico. Es en el desarrollo de sus personajes y trama donde ese conjunto se vuelve irregular y al final, en su condición de serie de misterio, no toma ningún camino que ya haya recorrido anteriormente muchas otras propuestas. En este sentido su mejor virtud se convierte en su peor fallo, porque el problema de tirar de elementos tan reconocibles es que sus resoluciones también lo son, lo que hace que todo se torne demasiado previsible. 

Es una pena que esa irregularidad también se encuentre en el apartado actoral. Su gran casting infantil, encabezado por Millie Booby Brown como una misteriosa niña que aparece en el pueblo,  aguanta gran parte de la historia y en ese sentido es de agradecer el acierto a la hora de ensamblarlo. Pero por otro lado tenemos a Winona Ryder como la madre coraje del chico desaparecido en un nivel de histrionismo once en una escala del cero al diez en lo que es una interpretación que parece sacada de un tele filme dominguero. Y entre medias está un Matthew Modine que hace lo que puede con un papel de villano plano y David Harbour como el jefe de policía de alma atormentada, el personaje junto al de Brown que más perfilado está.

Por todo ello, Stranger Things se mueve en una balanza en continuo equilibrio que nunca sabes si se va a derrumbar o aguantar erguida a duras penas. Al final se preocupa tanto en recrear unas referencias  que parece que no tiene tiempo o ganas en cuidar el fondo de la cuestión. Como ejercicio estético y nostálgico es un éxito y todos aquellos que entren en esa propuesta acabaran más que encantados. Pero fuera de eso no hay una historia lo especialmente original como para aguantar por sí sola tantos minutos de metraje, lo que deja la sensación de que estamos ante un cajón desastre en el que tirar a puñados referencias y más referencias a la espera de que sea suficiente. Y no lo es.